Atardecía y nos pidieron alojamiento para pasar la noche.
Mi marido y yo los acogimos, al hombre y a la chiquilla embarazada, en casa.
Tenían cara de agotados.
Aun no había amanecido, cuando me levanté para preparar la jornada
Ella, la chica embarazada, me oyó y se levantó para ayudarme.
Mientras arreglábamos la casa empecé a hablar y hablar.
De mi vida, de mi familia, de mis ilusiones, de mis angustias, de las alegrías y de las esperanzas truncadas.
Incluso le expliqué la pena que más me hería, esa que llevaba yo escondida y me hacía llorar cada noche.
No haber podido dar un hijo a mi marido.
Y hablando con ella, me sentí bien.
Sentí que le importaba mi vida, mis penas, mi dolor, mis alegrías, mis amores.
Cuando se fueron, al despedirme le di un abrazo y le agradecí de corazón su compañía.
Ella había renovado mi confianza, mi ilusión, mis fuerzas.
Aire fresco que había ventilado mi casa y mi alma.
Entonces me acordé de mis sobrinos, que tantos problemas tenían
Y me dió pena pensar que ellos, que necesitaban tanta fortaleza y esperanza,no habían podido tratar a María y recibir sus consejos. No habían podido conocerla
Ni a José, ni a Ella, ni al Niño escondido.
O quizás sí
Pero lo que era seguro era que los hijos de los hijos de los hijos de mis sobrinos no la conocerían.
Ni a Ella, ni al Niño
Y no podrían tener acceso a lo que yo había sentido.
A la paz A lo que es tener a Alguien que te escucha , que se preocupa , que te espera.
Alguien que te quiere como nadie te ha querido.
Entregué a José unos panes para el camino
Ella agarró uno con la mano. Observándolo, con voz muy suave, como quien cuenta un secreto, susurro
- No te preocupes, mi Hijo acogerá también a los descendientes de tus sobrinos.
No estarán solos.
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