Vivíamos a dos manzanas.
Recuerdo una tarde, volvíamos del cine los cinco del barrio, cuando pasamos al lado de un mendigo. Grande, gordo, con un montón de ropa a capas; en los pies, calcetín sobre calcetín y al final unas destrozadas zapatillas rojas. Estaba sentado en la acera con un carrito lleno de cartones y objetos varios a un lado, al otro un perro.
Nacho se paró, le preguntó por el perro, por él, si tenía hambre o necesitaba una manta, escuchó su historia. Los otros cuatro esperábamos a un lado, como si aquello no fuera con nosotros. Fue a buscarle un bocadillo de jamón y queso en el bar de la esquina, junto con algo para beber y nos animó a que mientras él conseguía el alimento, nos acercáramos a escucharlo y hablar con él. Así supimos su historia y el por qué no iba a ningún albergue. No podía entrar con su carrito, le obligaban a dejarlo fuera. Como las normas sólo le permitían dormir allí tres días, al cuarto, se encontraba otra vez en la calle y sin sus pertenencias; no le compensaba. Aquel día entendí que ellos también tenían una vida.
Así era Nacho, sin miedos, desbordante de cariño, tratando a todos con el mayor respeto. El relaciones públicas del que se enamoraban todas las chicas que caían por el grupo y del que todos los chicos querían ser amigos.
Hola. Un alma grande. Gracias.
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