Cuando los ví pensé que podría evitarlos sin que se dieran cuenta. Cogí del brazo a Ana, y con un ligero gesto y un murmullo sobre luces, desvié nuestro rumbo. Giramos la esquina y nos paramos en el escaparate, aparentando un gran interés en las lámparas de la tienda. Pero ya nos habían visto, y se dirigieron directamente hacia nosotros. Que si ya no vamos a las cenas del grupo, si ya no subimos a la Cerdaña, hace mucho que no ven a Carlitos en el club... Cuando preguntaron si estábamos todos bien, Ana desvió la mirada. Rápidamente les pregunté por su adorada princesa, ya adolescente, para al momento alegar que teníamos prisa y escapar exitosamente.
Cada día es una tortura para Ana Los dos sin trabajo, ya sin ahorros, intentando levantar la autoestima cada jornada. Los pocos amigos a quienes contamos nuestro problema, al pasar los años, han ido desapareciendo. No podemos seguir su ritmo, ni ellos el nuestro. Y cada año va a peor.
Volviendo a casa, pasamos por delante de la Parroquia. Se me humedecen los ojos y ahora soy yo el que desvía la mirada para que Ana no lo note.
Cada septiembre el párroco se acerca un día a casa, a merendar. Ana siempre se queja, nunca ha sido de iglesia. En cuanto entra el sacerdote, se le ocurren mil recados y desaparece por la puerta. El Padre entra, me da una caja de galletas para merendar, habla un ratito, me escucha un buen rato y se va. Antes de que vuelva Ana, guardo en el despacho, el sobre que va enganchado a la caja de galletas.
Ana tiene que estar muy mal. Ella que era tan rápida, ahora ni se pregunta de donde sale el dinero para pagar los estudios de Carlos
No le diré que el cura conoce nuestro secreto; no aguantaría saber que tienen que ayudarnos.
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