
En la mesa más cercana, un grupo de piel dolorosamente roja, se ríen mientras intentan descifrar un plato de la carta. El viento hace volar su plano de la ciudad; más risas y más gritos.
Las gafas, las de ellos y las nuestras, entonan una melodía visual de únicamente dos notas: cabellos y mirada, siguiendo de forma rítmica el compás marcado por las luces y sombras.
Vemos pasar a un grupo de jóvenes negros. Andan, miran hacia atrás y hacia los lados. Escapan de alguien. En sus manos, en las de cada uno, una gran tela, un hatillo. En sus ropas aún el reflejo de su casa, tierra lejana.
A unos metros tres hombres de uniforme azul y chaleco amarillo. Uno en moto y dos a pie. Trabajando.
El del hatillo a flores se gira para mirarlos. Sigue andando, tuerce un pie y cae. Gesto de dolor.
El de la camiseta roja se acerca, le da los paquetes a un tercero y hace de muleta al herido.
Le dice en voz baja: "Iremos a ver al Padre Michael, él sabrá como curarlo".
Que gran don tener a quien dirigirse, cuando se está herido.
Nosotros comiendo. Los de uniforme ganándose el alimento. Los del hatillo sobreviviendo
Mundos tan cerca en el espacio y tan lejanos en los riesgos.
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